miércoles, 14 de julio de 2010

Diane Dreher

Diane Dreher is the author of the bestselling, The Tao of Inner Peace as well as her new book, Your Personal Renaissance, The Tao of Personal Leadership, The Tao of Womanhood, and Inner Gardening. Her books have been published in ten languages and distributed throughout the world.

Diane has been a teacher, spiritual counselor, workshop leader, and retreat director for over twenty years. In her writing, teaching, and counseling, she has helped thousands of people discover their life's work. Her latest book, Your Personal Renaissance, draws upon her research on the lives of over one hundred Renaissance artists, writers, scientists, and saints as well as leading research in positive psychology to show how people can discover their own callings today.

Diane has a Ph.D. in Renaissance English literature from UCLA as well as credentials in spiritual counseling and holistic health. She is Professor of English and Research Associate at the Spirituality and Health Institute, Santa Clara University. She has been interviewed on radio and television and featured in USA Today, The Dallas Morning News, The San Diego Union-Tribune, The San Francisco Chronicle, Redbook, Glamour, Working Woman, Entrepreneur, and on numerous web sites on leadership and personal growth.

Diane lives in California with her husband, neuroscientist Dr. Robert Numan, their dachshund Ginny, and horse, Little Darlin'.

La Revolución del Proyecto Personal

Humildad
Felicidad
Libertad
Javier García Sánchez.- Por esa idea había que trabajar hasta la extenuación y, si era necesario, hasta la muerte. Ahora ya no es el tiempo de revoluciones, pero sí de búsqueda, de forma cada vez más acuciante y hasta desesperada, para todos los habitantes de esta vieja Europa. También, cómo no, para nosotros los españoles. Porque parece evidente que hasta la fecha sólo los grandes acontecimientos deportivos marcan en la historia reciente de nuestro país en ese punto mágico de inflexión en el que todas o casi todas las barreras psicológicas se resquebrajan, dando la gente rienda suelta a su alegría, y por ende a pasiones largamente reprimidas. En España, pese a los éxitos deportivos que nos caen en tropel en los últimos lustros, faltaba el casi. Y ese anhelo casi lo simbolizaba el sentimiento de plena unidad. Ahora, por fin, ese viejo y maldito tabú ha caído con estrépito y para siempre, porque hay viajes, como también escribió Saint-Just, que ya no tienen regreso posible. En tal orden de cosas cabe decir que España el día 11 de julio de 2010, a eso del filo de la medianoche, inició su ansiado viaje sin retorno a ese otro país imaginario en el que ya no estamos por debajo de nadie, enclave espiritual en el que ya no cabe invocar a los complejos, a los tabúes, a las seculares supersticiones.
En efecto, puede que tengan parte de razón aquellos que sugieren que el fútbol, como forma curiosa de intercomunicarse gentes y pueblos de distintas latitudes y creencias, no es sino una manera de hacer la guerra, o si se quiere la política, con otros métodos que no son violentos.
En tal sentido, y aunque ya pudimos gozar de un anticipo de lo que habría de venir al final de la Eurocopa de Austria hace escasamente dos años, podría afirmarse que España, como concepto más que como país, ha vuelto a nacer. Porque España ha llevado a cabo en Sudáfrica una hermosa guerra sin violencia. Más aún, con arte y contra sí misma, contra su Historia plagada de desgracias y crueles adversidades. Todo ello quedó hecho añicos en la noche del 11 de julio. Porque esa noche, ésa y no otra, muchos ciudadanos y ciudadanas supieron, por vez primera en sus vidas, lo que significaba llorar de alegría por un simple acontecimiento deportivo. En realidad no era tan simple, y todos lo sabíamos.
Pero lo ocurrido aquí trasciende con mucho a cuanto se ha escrito al respecto, y sólo podrá ser evaluado en su justa medida en los años venideros. Lo acaecido también guarda estrecha relación con algo que preocupó en extremo a los revolucionarios jacobinos franceses, auténticos padres fundadores de nuestros modernos sistemas políticos, lo que conocemos como democracias parlamentarias: la insurrección. Porque difícilmente puede controlarse una insurrección cuando ésta cobra cierto tamaño y determinadas características. En España, la verdadera insurrección no sólo la han llevado a cabo los héroes de esta película, los jugadores, sino sobre todo la gente, el pueblo. La inaudita proliferación de banderas nacionales es un ejemplo de ello. Yo he podido vivir este sueño desde Barcelona y, naturalmente, dadas las particularidades de nuestra nación, no es lo mismo vivir ciertos acontecimientos en Barcelona que en Madrid, Sevilla, Bilbao o Coruña. Y he visto, incrédulo y emocionado, cómo también Cataluña, la reticente, la siempre distinta, se iba tiñendo de banderas rojigualdas.
¡Por fin la gente se ha atrevido a decir lo que sentía y a expresar lo que pensaba! Tuvo que ser el fútbol el que lo consiguiera. Una paradoja, pues precisamente el fútbol , como deporte de equipo y en el ámbito de las selecciones nacionales, es decir, sin extranjeros, fue siempre un manantial de frecuentes sinsabores y frustraciones. Incluso la fórmula “Visca España!” ha empezado a funcionar como un más que aceptable reclamo para todos aquellos que, ya hartos de fingir u ocultarse, ahora han dado rienda suelta a sus emociones. Ya nos tocaba.
Estamos entre los grandes. Bien, ahora habrá que demostrarlo. Pero mientras, no les quepa ningún género de dudas al respecto: nos divertiremos de lo lindo.
Esta insurrección, no sólo pacífica sino alegre y contagiosa, se diluirá en parte tras los calores estivales y con el advenimiento de nuevos episodios deportivos, pero ya nada ni nadie podrá frenarla. Ni siquiera aquellos que dividen y encizañan, quienes de ello han hecho su ars política. Porque con esto no contaban. Que el discurso de la alegría no se sustenta en mucho más que en cacarear lo de “Yo soy español, español, español...”, ¿y qué? Que nuestro himno polémico es el único que aún no tiene letra, ¿y qué? Lo onomatopeyizamos y basta. Chunda, chunda o lorailo, lorailo...
Qué más da si por fin hemos aprendido, no sin antes sufrir lo indecible, a ser felices con algo que nos pertenecía por tradición: el honor y la gloria.